Hoy os traigo la traducción de la leyenda de la espada del dios Cheru, según aparece en Asgard and the gods; tales and traditions of our northern ancestors de Wilhelm Wägner, uno de los libros con los que me inicié en la mitología nórdica. Fue editado en 1886 y es de dominio público (pinchad en el título para ir a su página de Archive.org). Cheru o Heru era el dios de la guerra de los Cherusci o Queruscos, una de las tribus germánicas contemporáneas al Imperio Romano (que participó en la batalla del bosque de Teotoburgo, donde Roma perdió tres legiones). Cheru se identifica con el Tyr de la mitología nórdica.
La espada de Cheru se creó en la misteriosa forja de los enanos, cuyas exquisitas obras eran celebradas por dioses y hombres. Los hijos de Iwaldi, que habían hecho la lanza de Odín, y Sindri, que había forjado a Mjölnir, habían unido sus esfuerzos para crear la maravillosa arma que sostendría el destino de reyes y naciones.
Los celosos maestros de la forja habían trabajado duramente bajo tierra, donde Sokwabek se alzaba bajo la corriente del río, hasta terminar la reluciente espada, que fue entregada al poderoso dios Cheru.
La espada brillaba en la cima del santuario cada mañana al despuntar el alba, arrojando su luz, brillante como una llama, a gran distancia. Pero un día su lugar se encontró vacío y la sonrosada luz de la mañana se limitó a alumbrar el altar, ausente el dios.
Sacerdotes y nobles buscaron el consejo de la mujer sabia. Esta fue su indescifrable respuesta:
Las tres nornas (Pasado, Presente y Futuro) hilando los destinos de hombres y dioses a los pies de Yggdrasil, por L.B. Hansen (via Wikimedia Commons). |
Extrañados ante la oscura profecía, los hombres suplicaron una explicación, pero la doncella de la torre guardó silencio. A partir de aquí es la historia quien nos muestra el trascurso de los acontecimientos y arroja la única luz posible sobre el acertijo.
Vitelio, el prefecto romano del Bajo Rin, cenaba pasada la medianoche en su casa en Colonia, disfrutando más de los placeres de la mesa que de toda la gloria y todas las coronas del mundo. Cuando le comunicaron que un desconocido, con importantes noticias de Germania, quería hablar con él, se levantó impaciente. Su deseo era despacharle lo antes posible, pero al entrar en la antesala se encontró en presencia de un hombre de apariencia tan distinguida que fue incapaz de tratarlo con descortesía. Lo hubiera tomado por uno de los inmortales de no ser porque su vida indulgente no hacía mucho que había destruido su fe en la religión de sus ancestros.
El desconocido le dio una espada de hermosa factura, diciendo:
—Toma este arma y guárdala con cuidado; úsala bien y te traerá la gloria y el imperio. ¡Ave César Augusto!