lunes, 26 de junio de 2017

La espada de Cheru

Hoy os traigo la traducción de la leyenda de la espada del dios Cheru, según aparece en Asgard and the gods; tales and traditions of our northern ancestors de Wilhelm Wägner, uno de los libros con los que me inicié en la mitología nórdica. Fue editado en 1886 y es de dominio público (pinchad en el título para ir a su página de Archive.org). Cheru o Heru era el dios de la guerra de los Cherusci o Queruscos, una de las tribus germánicas contemporáneas al Imperio Romano (que participó en la batalla del bosque de Teotoburgo, donde Roma perdió tres legiones). Cheru se identifica con el Tyr de la mitología nórdica.



La espada de Cheru se creó en la misteriosa forja de los enanos, cuyas exquisitas obras eran celebradas por dioses y hombres. Los hijos de Iwaldi, que habían hecho la lanza de Odín, y Sindri, que había forjado a Mjölnir, habían unido sus esfuerzos para crear la maravillosa arma que sostendría el destino de reyes y naciones.
Los celosos maestros de la forja habían trabajado duramente bajo tierra, donde Sokwabek se alzaba bajo la corriente del río, hasta terminar la reluciente espada, que fue entregada al poderoso dios Cheru.
La espada brillaba en la cima del santuario cada mañana al despuntar el alba, arrojando su luz, brillante como una llama, a gran distancia. Pero un día su lugar se encontró vacío y la sonrosada luz de la mañana se limitó a alumbrar el altar, ausente el dios.
Sacerdotes y nobles buscaron el consejo de la mujer sabia. Esta fue su indescifrable respuesta:
Las tres nornas (Pasado, Presente y Futuro)
hilando los destinos de hombres y dioses
a los pies de Yggdrasil, por L.B. Hansen
(via Wikimedia Commons).
"Las nornas vagan por los caminos de la noche; la luna ha escondido su rostro. Ellas tejen los hilos, fuertes y poderosos, de dioses y hombres, que nadie puede romper. Uno hacia el este, otro hacia el oeste y uno hacia el sur; el hilo negro hacia el norte. Ellas hablaron a Cheru: 'Ve, escoge al gobernante, al señor de la Tierra; dale la espada de dos filos para su propio dolor'. Él la tiene, él la sostiene en sus manos, pero llegará la hora en que el dios Cheru la recupere".
Extrañados ante la oscura profecía, los hombres suplicaron una explicación, pero la doncella de la torre guardó silencio. A partir de aquí es la historia quien nos muestra el trascurso de los acontecimientos y arroja la única luz posible sobre el acertijo.
Vitelio, el prefecto romano del Bajo Rin, cenaba pasada la medianoche en su casa en Colonia, disfrutando más de los placeres de la mesa que de toda la gloria y todas las coronas del mundo. Cuando le comunicaron que un desconocido, con importantes noticias de Germania, quería hablar con él, se levantó impaciente. Su deseo era despacharle lo antes posible, pero al entrar en la antesala se encontró en presencia de un hombre de apariencia tan distinguida que fue incapaz de tratarlo con descortesía. Lo hubiera tomado por uno de los inmortales de no ser porque su vida indulgente no hacía mucho que había destruido su fe en la religión de sus ancestros.
El desconocido le dio una espada de hermosa factura, diciendo:
—Toma este arma y guárdala con cuidado; úsala bien y te traerá la gloria y el imperio. ¡Ave César Augusto!
El prefecto examinó la espada. Cuando levantó la vista el desconocido había desaparecido, sin que la guardia lo hubiera visto entrar o salir. De vuelta al salón donde se celebraba la cena contó lo sucedido. Deslizó la espada fuera de su vaina y fue como si el resplandor de un rayo atravesara la habitación.
Inmediatamente una voz, que nadie fue capaz de determinar si provenía del interior de la habitación, exclamó:
—¡Esa es la espada del divino César! ¡Ave Vitelio! ¡Ave emperador!
Los invitados a la mesa se unieron al grito y difundieron la noticia; a la mañana siguiente las legiones aclamaron a Vitelio como emperador. Se enviaron mensajeros a caballo al resto de provincias, y la Fortuna pareció haberle elegido como su favorito: su general derrotó al ejército de su oponente, Roma le abrió sus puertas y todo el Este reconoció su preeminencia.
—Fue la espada del divino César la que me hizo dueño del mundo—, decía el emperador mientras se sentaba a disfrutar de los manjares que hacía llegar por tierra y mar desde países distantes.
Dejó de preocuparse por la espada; la dejó colgada en una esquina de su peristilo, donde un soldado teutónico de su guardia la encontró y la cambió por su tosca y vieja arma.
El nuevo poseedor de la espada observaba la conducta del emperador con desdén, pues Vitelio no tenía otra preocupación fuera de los placeres de la mesa y la bebida, sin prestar atención a los asuntos del Imperio o las necesidades de sus soldados. No se percató cuando en la lejana Asia el valiente Vespasiano fue proclamado César por sus legiones.
El soldado germano abandonó el servicio del emperador y se mezcló con la plebe ociosa. Mientras, una desgracia tras otra le sucedían al emperador glotón. Provincias, generales, ejércitos le abandonaban; las tropas enemigas se acercaban a la capital. Entonces Vitelio recurrió a la espada que le había traído previamente la victoria, pero en su lugar sólo encontró un arma vieja e inútil.
Todo su coraje le abandonó entonces; su deseo fue escapar, arrastrarse a esconderse en un rincón del palacio. El populacho le arrancó de su escondite, le arrastró por las calles y, cuando alcanzaron la base del Capitolio, el soldado germano lo apuñaló con la espada de Cheru o del divino César. De esta manera se cumplió la profecía de la mujer sabia: para su propio daño.
Muerte de Vitelio, de Charles-Gustave Housez (vía Wikigallery)

Después el soldado germano dejó Roma y viajó a Panonia, donde se reincorporó al servicio del Imperio. Luchó en muchas batallas, en las que siempre resultaba victorioso, y pronto consiguió tanta fama que fue nombrado centurión y, posteriormente, tribuno. Cuando envejeció y fue incapaz de continuar en el servicio activo cavó un hoyo en la rivera del Danubio, escondió la espada en él y lo cubrió de nuevo de tierra. Luego se construyó una choza y vivió allí hasta que llegó su final. En su lecho de muerte contó a sus vecinos, que se habían reunido a su alrededor, de sus batallas y como se había hecho con la espada de Cheru. Pero no traicionó el lugar donde la había escondido, aunque la leyenda de que quien fuera que encontrara la espada se convertiría en el gobernante del mundo pervivió de generación en generación.
Los siglos llegaron y pasaron. Una tormenta formada por las tribus en marcha barrió el Imperio Romano. Las razas germanas se repartieron sus restos. Los nómadas de Asia, los salvajes Hunos, se abrieron paso desde el este, como las olas en el océano, para conseguir su parte del botín. Atila, o Etzel, levantó su estandarte salpicado de sangre con el deseo de tierras y gloria militar, pero durante mucho tiempo sus esfuerzos no obtuvieron fruto.

La invasión de los bárbaros, de Ulpiano Checa (vía Wikimedia Commons).

Cierta vez Atila cabalgaba con sus tropas a orillas del Danubio, absorto en gigantescos planes para obtener el dominio del mundo. Sucedió que alzó la vista y vio a un campesino conduciendo a una vaca coja mientras cargaba con una hermosa espada bajo el brazo. Cuando le preguntó, el hombre adujo que su vaca se había lastimado la pezuña con algo puntiagudo escondido entre la hierba, y que cuando buscó la causa de la herida encontró y desenterró la espada.
El rey mostró su deseo de que le entregaran la espada y la desenvainó con júbilo. Su brillante hoja destelleaba fieramente llena de matices encarnados en la luz de la tarde, haciendo que todos los presentes la contemplaran obnubilados.
Pero Atila, sosteniendo la brillante arma en su fuerte mano, exclamó:
—Es la espada del dios de la guerra, con la que conquistaré el mundo.
Dicho esto se alejó galopando del campamento, y poco después marchaba hacia batallas y victorias. Dondequiera que desenvainara la espada del dios de la guerra la tierra temblaba de este a oeste.
Tras su última campaña en Italia se casó con la hermosa Ildico, hija del rey de Burgundia, a quien había asesinado. Cuando la joven prometida se acicaló a disgusto para una boda que odiaba una anciana acudió a ella en secreto, y le dio la espada con la que vengar la muerte de su padre.
Tiempo después el rey entró en la cámara nupcial en un avanzado estado de intoxicación y se derrumbó en su lecho. Ildico sacó entonces el arma que escondía bajo su vestido y le acuchilló en el corazón con su afilada hoja.
El domino de los Hunos llegó a su fin con la muerte de Atila y las tribus germánicas persiguieron a sus hordas de vuelta a las estepas de donde habían surgido. Pero la tradición no nos dice si estos últimos hechos de guerra se hicieron con la ayuda de la milagrosa espada. Aunque sí nos da cuenta de muchas cosas extrañas sucedidas por su causa en la Edad Media, y de como el Duque de Alba la enterró en la tierra tras al batalla de Mühlberg.



Notas


Hay varias cosas que me llaman bastante la atención en esta leyenda. Para empezar lo concreto de sus referencias: por lo general cuando una leyenda hace referencia a un hecho histórico suele tratarse de sucesos poco documentados, pero aquí se citan personajes y situaciones históricas conocidas, como el emperador Vitelio o Atila. En este sentido me llama mucho la atención la referencia a un personaje tan tardío, con respecto al resto de acontecimientos, como el Duque de Alba y la batalla de Mühlberg.
También es curiosa la apropiación que hace del hallazgo de la espada de Atila, que aparece en una Historia de los godos del siglo VI. Aunque allí la propiedad de la espada se atribuye al dios Marte, los hechos que llevan a su descubrimiento (el campesino y su vaca coja) son los mismos.
Y qué me decís de las "muchas cosas extrañas sucedidas por su causa en la Edad Media". ¿Excálibur, eres tú?
Aunque he buscado por la red alguna otra referencia a la leyenda para intentar salir de dudas la única que he encontrado ha sido una que ya conocía, la misma leyenda en el libro Myths of northern lands, narrated with special reference to literature and art de Hélène Adeline Guerber, aunque me da la impresión de que Guerber se limita a transcribir el texto de Wägner. La única diferencia significativa se da al final donde, al preguntarse por el destino de la espada, escribe: "Pero se dice que cuando se renunció a los dioses celestes en favor de la cristiandad, los sacerdotes transfirieron sus atributos a los santos, y que esta espada se convirtió en propiedad del Arcángel San Miguel, su portador desde entonces".

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