viernes, 29 de junio de 2018

El problema de la longitud

Acabo de terminar el libro Longitud, de Dava Sobel, una amena exposición del que fue el gran problema de su época, hoy caído en el olvido: la determinación de la longitud. Y no me refiero a la longitud de medir con una regla, sino a la terrestre, la que determinan los meridianos.


Veréis, a la hora de determinar vuestra posición es relativamente sencillo calcular la latitud a partir del sol o las estrellas. Pero la longitud es harina de otro costal: durante mucho tiempo uno podía determinar que estaba a la altura (latitud) de Castellón, pero no saber si estabas en Valencia o, unos cuatro grados más al oeste, en los alrededores de Madrid. Este era un problema que, en general, podía solventarse echando mano de otras estrategias, como preguntar, fijarse en los accidentes naturales (el mar Mediterráneo sería una buena indicación para descartar Madrid) o pedir una paella y ver si lo que nos traen es arroz con cosas.

Claro que el asunto se volvía más peliagudo si, en lugar de recorriendo la meseta, estabas en medio del océano, a la latitud de la isla donde pensabas cargar agua y dejar que tu tripulación se repusiera del escorbuto, pero no tenías claro si para encontrarla debías navegar hacia el este o el oeste. O, como le ocurrió al almirante Sir Clowdisley en 1707, cuando un error al determinar la longitud podía llevar a tu flota de cabeza (o de proa, más bien) contra unas islas que no sabías que estaban allí, perdiendo cuatro barcos y dos mil hombres en el mayor desastre de la historia de la armada inglesa.

En la época de los grandes viajes oceánicos la determinación de la longitud se convirtió en uno de los grandes problemas a resolver, si no en EL problema. Tanto que en 1714 el parlamento británico decidió establecer un jugoso premio de 20.000 libras para quien lo solucionara.

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