miércoles, 27 de septiembre de 2017

El rey, el heredero, el guapo y la infanta I: Los personajes


Hoy os voy a hablar sobre una de las mayores estupideces gestas realizadas por un príncipe heredero para conseguir esposa: la que llevó, en 1623, al futuro rey Carlos I de Inglaterra a poner en peligro su vida viajar en secreto para obtener la mano de la infanta española María Ana, y como esta estupidez gesta acabó determinando la política de su país.
Hoy os hablaré un poco de los protagonistas y el momento histórico donde se desarrolló tal despropósito aventura, dejando el viaje y sus consecuencias para una próxima entrada.

El escenario


En 1618 comenzó la Guerra de los Treinta años, que durante (adivinad) treinta años convirtió el centro de Europa en un campo de batalla donde se enfrentaron los dos bandos en los que se dividía el continente (aquí tenéis que poner voz de comentarista de boxeo). En esta esquina los antiguos campeones, un aplauso para ¡los reinos católicos!, capitaneados por los Habsburgo (ramas alemana y española). Frente a ellos una joven promesa que aspira a arrebatarles el título: los ¡estados protestantes! (Suecia, Dinamarca, Holanda y un buen puñado de principados alemanes).
Observando atento el combate está Francia, católico de religión, pero dispuesto a aliarse con quién fuera con tal de dar por saco disputarle la hegemonía a España.

Europa en 1600 (fuente).

En este enfrentamiento el rey Jacobo I de Inglaterra había optado por silbar mientras fingía buscar algo evitar involucrarse. Su pueblo clamaba por ayudar a los estados protestantes, pero su política vacilante giraba alrededor un hecho fundamental: su crónica falta de fondos.


Los personajes


El rey

Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia
por John de Critz. Nótese el gusto por
los adornos de sombrero discretos.
En 1603 los ingleses se encontraban en una disyuntiva. Isabel I acababa de morir sin descendencia y debían elegir entre nombrar un nuevo rey que conociera los usos y costumbres del país u optar por el primero de la línea sucesoria. Que, además, era rey de un país con el que llevaban siglos dándose tortas. Para una monarquía del siglo XVII la elección era obvia (y así de caro lo acabaron pagando), así que Jacobo VI de Escocia acabó convirtiéndose en Jacobo I de Inglaterra.
Cuando Jacobo llegó a su nueva corte quedó asombrado por su lujo y magnificencia. Así que actuó como cualquier persona a la que la falta de liquidez ha enseñado la importancia de saber administrar cada moneda y se puso a gastar como si no hubiera un mañana. A los pocos años había dejado las financias reales en tal estado que apenas era capaz de mantener su lujoso tren de vida, y mucho menos financiar una expedición militar en el extranjero.
Anteriormente los reyes de Inglaterra habían salvado estas situaciones convocando un Parlamento para aprobar un impuesto extraordinario. Lo mismo hizo Jacobo. Varias veces. Sin éxito. Claro, que es a lo que se exponía con un discurso inicial que podía resumirse en: "Soy vuestro rey y quiero dinero. Y rapidito, que ese jabalí no se va a cazar solo". Si además tenemos en cuenta que cuando el Parlamento respondía que vale, pero que primero debía recortar gastos, su respuesta se parecía bastante a enfadarse y amenazar con dejar de respirar, no es extraño que sus peticiones no llegaran a buen término.
Pero Jacobo I tenía un as en la manga: había empezado a urdir en secreto una boda que uniría a su hijo y heredero con la infanta de un país dispuesto a ser muy generoso con la dote. Sólo había un pequeño problema: la candidata era una infanta de España. De la muy católica España. La muy católica España que, para el inglés medio, representaba la tiranía papista, que sólo se diferenciaba del diablo en que el diablo no tenía tropas estacionadas al otro lado del Canal.

El heredero

El futuro Carlos I cuando aún era Príncipe
de Gales, el mismo año en que transcurre
nuestra aventura. Luego se dejaría la barba,
le debió coger cariño durante el viaje.
De llevarse a cabo el enlace, el novio sería el futuro Carlos I de Inglaterra. Carlos había heredado la inconstancia e incapacidad para tomar decisiones de su padre (al que hoy en día probablemente se hubiera conocido como Jacobo I el Procastinador). Además tenía que lidiar con la sombra de su fallecido hermano mayor, enérgico, serio y marcial, del que toda Inglaterra había esperado grandes cosas. Como, por ejemplo, poner a Inglaterra al frente de una alianza que desafiara a los poderes católicos en general y a España en particular.
Así que, ya fuera para distanciarse de la sombra de su hermano, o pensando en que a quien buen árbol se arrima buena sobre le cobija (y por entonces la sombra de España todavía era alargada), Carlos tomó partido decidido por la solución española. Es posible que la considerable dote también tuviera algo que ver.
Claro, que una alianza así no era cosa menor; dicho de otra forma, era cosa mayor (como la cerámica de Talavera). Los españoles ponían como condición que se dejara de perseguir a la minoría católica de Inglaterra, algo que iba a ser algo difícil de vender al Parlamento y al pueblo en general. Entre esto y el carácter poco decidido del rey las negociaciones se alargaron durante doce años sin que la boda pareciera acercarse.
Hasta que Carlos (que entonces contaba con 22 años), harto de dilaciones, decidió pasar a la acción: donde la diplomacia se había atascado debería triunfar una estupidez acción decidida: acompañado de su más cercano confidente viajaría a España de incógnito y pediría en persona la mano de la infanta.

El guapo

George Villiers, primer Duque de
Buckhingham, político, bailarín y
muy apegado al rey Jacobo.
Retrato de Rubens.
El acompañante del príncipe era también el personaje más importante de la corte: George Villiers, primer Duque de Buckingham. Villiers había logrado ascender desde la baja nobleza hasta convertirse en el favorito del rey gracias a dos cualidades imprescindibles para medrar en la corte de Jacobo I: ser guapo y bailar bien.
No estoy de broma. De hecho Villiers había aparecido en la corte introducido por una facción opuesta al anterior favorito, también bastante apuesto (aunque no debía ser tan buen bailarín). Contaban con que, en cuanto el rey posara los ojos en el bien proporcionado joven, éste se ganaría su favor.
Aunque no se ha llegado a dar por probado que Jacobo tuviera una relación homosexual con Villiers, sí hay algunas pistas que apuntan hacia una relación bastante especial con su protegido. Por ejemplo, su costumbre de llamarlo Steenie, diminutivo de Saint Stephen (San Esteban), porque decía que tenía la cara de un ángel, o varias cartas en las que Jacobo se refería a Villiers, entre otros apelativos, como "mi dulce niño y esposa".
Además de guapo y buen bailarín, Villiers también era ambicioso, y pronto se convertiría en el personaje más importante del país. Lástima que las cualidades del joven no estuvieran acompañadas de una mentalidad más reflexiva y una mejor capacidad de planificación, lo que le iba a costar tanto a él como al país bastantes disgustos en el futuro. Uno de ellos fue secundar la idea del príncipe Carlos.
El rey en seguida vio los inconvenientes del asunto, pero su naturaleza dubitativa y lo difícil que le resultaba negarle algo a hijo y favorito hizo que acabara aprobando la iniciativa a regañadientes.

La infanta 

La infanta Ana María, hija de Felipe III,
hermana de Felipe IV y convidada de piedra de
todo este embrollo. Retrato de Diego Veláquez.
La clave en todo este asunto y probablemente la que menos tenía que decir al respecto. Hija de Felipe III y hermana de Felipe IV, como buena infanta española era ferviente católica, siendo los problemas religiosos los responsables de que las negociaciones se hubiera alargado más de una década. Aunque no es que a los españoles el retraso les molestara mucho: los más de diez años de negociaciones servían para que Inglaterra no se atreviese a involucrarse en las guerras de religión en contra de los católicos por miedo a arruinar el enlace y perder la cuantiosa dote con la que Jacobo I esperaba aliviar sus problemas económicos.




Así estaban las cosas cuando el heredero y el guapo (Carlos y Villiers) se pusieron en marcha disfrazados, camino de una corte donde no se les esperaba. Aunque esto ya os lo contaré en la próxima entrada.

viernes, 8 de septiembre de 2017

De cómo el hijo del Rajá consiguió a la princesa Labam

Hoy os traigo un cuento de la India, recopilado por Joseph Jacobs en su libro Indian Fairy Tales. El libro fue publicado en 1892, es de dominio público y puede encontrarse en Archive.org. La traducción es mía, y puede usarse libremente siempre que indiquéis la fuente (ver al final de la entrada). He incluido las ilustraciones que aparecen en el libro, obra de Gloria Cardew.
Tenéis disponibles las versiones en epub y mobi por si queréis leerlo en vuestro dispositivo electrónico.




En cierto país había un Rajá cuyo único hijo salía a cazar todos los días. Un día la Rani, su madre, le dijo:
—Puedes cazar donde quieras en estas tres direcciones, pero nunca debes aventurarte en la cuarta.
Dijo esto porque sabía que, si se dirigía hacia allí, oiría hablar de la hermosa princesa Labam y dejaría a su padre y a su madre para lanzarse en su busca.
El joven príncipe obedeció durante un tiempo. Pero un día, mientras cazaba en las tres direcciones a donde le permitían ir, recordó lo que le había dicho su madre y decidió averiguar por qué le había prohibido viajar hacia la cuarta. Allí encontró una jungla, sin más habitantes que una bandada de loros. El joven Rajá hizo algunos disparos e inmediatamente todos huyeron levantando el vuelo. Todos salvo uno, llamado Hiraman, que era su Rajá.
Al verso solo Hiraman llamó a los otros loros: 
No me abandonéis bajo el fuego del hijo del Rajá. Si me dejáis así se lo diré a la princesa Labam.
Entonces los loros regresaron entre parloteos junto a su Rajá. El príncipe, muy sorprendido, dijo:
—¡Vaya, estos pájaros pueden hablar! —y les preguntó—. ¿Quién es la princesa Labam? ¿Dónde vive?
Pero los loros no querían contárselo.
—Nunca llegarás al país de la princesa Labam —fue todo lo que dijeron.
El príncipe se puso muy triste al ver que no lograba sacarles nada más; arrojó su escopeta y regresó a su hogar. Cuando llegó no habló con nadie ni quiso comer nada, sino que se tumbó en su cama durante cuatro o cinco días, y parecía estar muy enfermo.
Finalmente les contó a su madre y su padre que quería partir en busca de la princesa Labam.
—Debo ir —les dijo—; debo ver cómo es. Decidme cuál es su país.
—No sabemos dónde está —le respondieron.
—Entonces debo salir a buscarlo.
—No, no —le dijeron—, no debes dejarnos. Eres nuestro único hijo, quédate a nuestro lado. Nunca podrás encontrar a la princesa Labam.
—Debo intentarlo; tal vez Dios me muestre el camino. Si mi destino es vivir y encontrarla volveré con vosotros. Pero quizás muera y nunca vuelva a vuestro lado. Aun así debo partir.
Así que le dejaron marchar, entre lágrimas. Su padre le dio hermosas vestiduras y un hermoso caballo. Y él tomó su escopeta, su arco y flechas y muchas otras armas “porque”, pensó, “puedo necesitarlas”. Su padre le dio también una gran cantidad de rupias.
Entonces preparó su caballo para el viaje y les dijo adiós a su padre y a su madre. Su madre tomó su pañuelo, envolvió en él algunos dulces y se lo dio a su hijo.
—Hijo mío, cuando estés hambriento toma uno de estos dulces.
Entonces comenzó su viaje, cabalgando sin cesar hasta que llegó a una jungla donde había una charca a la sombra de unos árboles. Se bañó y bañó a su caballo en la charca y se sentó bajo un árbol.
—Ahora —se dijo— comeré algunos de los dulces que mi madre me preparó, beberé algo de agua y continuaré mi viaje.
Abrió su pañuelo y tomó un dulce. Encontró una hormiga en él. Tomó otro; también tenía una hormiga. Así que dejó ambos dulces en el suelo y cogió otro, y otro, y otro, hasta que los sacó todos, y en cada uno había una hormiga.
—No importa —se dijo—, no comeré dulces, que se los coman las hormigas.
En ese momento apareció ante él el Rajá de las Hormigas, que le dijo:
—Has sido bueno con nosotros. Si alguna vez te encuentras en problemas, piensa en mí y acudiremos.
El hijo del Rajá le dio las gracias, montó en su caballo y continuó su viaje. Cabalgó sin cesar hasta que llegó a otra jungla, donde vio a un tigre con una espina en su pata, que rujía fuertemente por el dolor.
—¿Por qué ruges así? —preguntó el joven Rajá—. ¿Qué te ocurre?
—He tenido doce años una espina en mi pata —respondió el tigre— y me duele. Por eso rujo.
—Bien, yo te la quitaré. ¿Pero es posible, siendo un tigre, que después me devores?



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