sábado, 8 de diciembre de 2012

La ciudad de la desorganización y el mal gobierno

Escondidas entre las páginas más solemnes de la Historia a veces se encuentran anécdotas que nos muestran que tanto no hemos cambiado y que, al fin y al cabo, en todas partes cuecen habas. ¿O sería mejor decir en todo tiempo? Hoy os traigo de una de mis favoritas, que acaeció en Sevilla allá por el siglo XV. Aunque en los hechos principales me mantenga fiel a la historia, tal y como la conocí en Tradiciones y leyendas sevillanas de José María de Mena, me he permitido añadir diálogos y personajes para reforzar la parte bufa de un hecho ya de por sí poco serio.

Y si queréis leerla más tranquilamente en vuestro libro electrónico, aquí podréis encontrar una versión en epub y mobi.




Todo comienza con una fuga y un rumor: el prisionero había conseguido salir de la ciudad. Sus partidarios habían fingido un entierro, esquivado a los alguaciles de la Santa Hermandad que guardaban las puertas dentro del ataúd. Pero de ser así todavía era posible rastrearlo: la única salida para los cortejos fúnebres era la Puerta Osario, llamada así por ser de donde partía el camino hacia el cementerio.  Y desde que se recordaba en Puerta Osario había un escribano encargado de tomar nota de todo entierro que saliese de la ciudad, llevándose unas monedas en el proceso (¿o es que pensáis que las tasas son un invento tan reciente?). Bastaba comprobar los registros y ver que todos se correspondían con personas realmente fallecidas. Y si no era así ya se encargarían los de la Santa Hermandad de arreglar ese pequeño detalle. Después de hacerle confesar donde estaba su compinche, claro está.

En seguida partió un capitán de la Hermandad hacia el ayuntamiento a requerir el registro de los entierros.

—¿El qué?

—El registro de los entierros.

—¿De los entierros ha dicho?

—Sí, el registro de los entierros.

—Perdona, pero no entiendo...

—¡El del escribano que toma nota en la Puerta Osario, me cago en...!

—Vale, vale. ¿Están seguros de que eso es aquí?... Un momento, no hace falta ponerse así, voy a preguntar... ¡Illo! ¿Tú sabes algo de un registro de los entierros? ¡Sí, de los entierros! ¡El del escribano de Puerta Osario!... Mire, aquí no tenemos nada de eso, pero siendo cosa de cobros para mí que eso lo debe llevar el regidor de Arbitrios.

Así que fueron en busca del regidor, suponemos que entre quejas de "y para esto me he pasado yo la mañana haciendo cola" o sus equivalentes de la época.


—¿El escribano de la Puerta Osario? Sí, sí, sé cuál es, lleva allí toda la vida. Pero eso no es cosa nuestra... Sí, sí que es raro, siendo un tributo... A no ser que por estar en la muralla sea cosa del Alguacil Mayor, claro.
 
Resoplando, el capitán llevó a sus hombres en busca del alguacil.

—No, para nosotros no trabaja... Sí, ya sé que está en la muralla, pero también tienen ustedes guardias en la muralla y no es cosa mía lo que hagan, ¿no?... ¿Que en el ayuntamiento dicen que no saben nada? Pues lo único que se me ocurre es que sea cosa de la Iglesia, ¿han preguntado en el cabildo?

Y en el cabildo:

—¿Del ayuntamiento les han mandado? ¿Para el registro de los entierros?... Sí, sí, ya sé que hay un escribano en Puerta Osario, pero no sé eso qué tiene que ver con nosotros. Seguro. Lo mejor es que vuelvan ustedes al ayuntamiento y hablen directamente con... ¡Oiga, vigile su lenguaje que estamos en la casa del Señor!

Y otra vez en la calle con las manos vacías (y varias avemarías de penitencia).

—¿A dónde vamos ahora, jefe? ¿Volvemos al ayuntamiento?

—¡Al ayuntamiento mis cojones! Veniros tos pacá, que por mis muertos que esto lo arreglo yo hoy.

Y ganándose un lugar en el infierno a base de juramentos y blasfemias, llevó a su cuadrilla directos a la Puerta Osario. Antes de que el escribano fuera consciente de lo que le venía encima estaba recorriendo Sevilla en volandas, en medio de un ataque de nervios sin que nadie se dignara informarle por qué lo habían prendido o dónde lo llevaban. El capitán se limitaba a murmurar maldiciones mientras se abría paso a empujones por las callejuelas, y los soldados bastante tenían con mantener el paso de su jefe mientras cargaban con prisionero, al que este silencio no hacía más que aumentar su inquietud. Como era de familia musulmana, pensó que la única explicación era que la autoridad hubiera decidido librarse de los últimos moros que quedaban de Sevilla. Así que no se le ocurrió otra cosa que demostrar su apego a la fe cristiana rezando a voz en grito. Pronto se congregó tras la comitiva una multitud de niños y gente ociosa, atraídos por el espectáculo de una comitiva de la Hermandad llevando a lo que parecía un predicador loco. Algunos incluso se persignaban a su paso, preguntándose si no estarían ante algún tipo de celebración religiosa a la que tan aficionados eran en la ciudad.

Todo esto no hacía más que aumentar el enfado del capitán de la Hermandad. Enfado que creció aún más al cruzarse con un mensajero enviado a averiguar por qué se retrasaba tanto en lo que se suponía una tarea rutinaria. Cuando al fin se cerró tras de sí la puerta de la casa de la Hermandad no pudo evitar soltar un suspiro de alivio. Poco le duró.




—¡A buenas horas, Beltrán, ya pensaba que te habías fugado tú también!

El capitán bajó la cabeza sin atreverse a decir nada. El procurador nunca se había distinguido por su paciencia, y todo este asunto de la fuga no había hecho mucho para mejorar mal humor.

—¿Habéis encontrado algo?

—No señor.

—¿Y se puede saber en qué coño has echado el día entonces? ¿Dónde está la lista de los muertos?

—Pues verá, señor —si tenía que llegar, mejor que fuera cuanto antes—, no está.

—¿Cómo que no está? ¿Dónde la has dejado?

—No, señor, que no está, que no hay.

El procurador guardaba silencio mientras le miraba fijamente. Beltrán le había visto hacer eso muchas veces, estirar el silencio esperando que el interrogado se pusiera nervioso y empezase a hablar para llenar el vacío. Y, maldita sea, funcionaba.

—En el ayuntamiento dicen que no saben nada, que ellos no tienen a nadie puesto en la puerta, que eso era cosa del alguacil, que me ha dicho que él tampoco sabía nada, que fuera al cabildo, que debía ser cosa de la Iglesia. Pero allí me han dicho que ellos tampoco se encargaban, que lo suyo acababa después del sacramento.... Y he mandado dos hombres al cementerio a preguntar si el registro era cosa suya y me dicen que no tienen ni idea, que a lo mejor era cosa...

El procurador le interrumpió. Evidentemente había mandado al menos apropiado a realizar la misión. Inconscientemente empezó a girar el anillo de su mano izquierda, un tic que sus subordinados habían aprendido a temer. Se volvió hacia el hombrecito postrado de rodillas en el centro de la sala, que no había dejado de recitar el padre nuestro desde que el capitán lo había dejado allí.

—¿Y este?

—Es el escribano, señor. Como nadie sabía para quién trabajaba pensé que a lo mejor usted quería hablar con él, ya sabe, directamente.

El procurador asintió, en un gesto que el capitán interpretó, bastante generosamente, como de aprobación. Al menos había dejado de fijarse en él.

—A ver, tú, ¿cómo te llamas?

El pobre diablo se quedó mirando al procurador, interrumpido en medio de un "mas líbranos del mal".

—¡Responde! —le espetó el capitán.

El procurador le detuvo con un gesto antes de que pudiera abofetear al detenido. Al fin y al cabo, por lo que él sabía podía estar a sueldo de la Iglesia, y ya tenía bastantes problemas con el obispo como para que encima le acusase de golpear a uno de sus hombres. El capitán retrocedió con cierto disgusto. Realmente le hubiera venido bien soltar un par de buenas ostias para liberarse de la tensión del día.

—Alonso, señor —respondió el hombrecillo sin dejar de mirar de reojo al capitán.

—Bien, Alonso —dijo el procurador, impostando una voz amable, —aquí nuestro amigo Beltrán dice que no ha sido capaz de averiguar si tu oficio está a cargo del ayuntamiento o de la Iglesia. ¿Tú qué tienes que decir?

El pobre hombre sintió como se le abría el mundo bajo sus pies. El ayuntamiento y la Iglesia juntos a por él. Temblando de miedo soltó la respuesta habitual en estos casos:

—¡Es mentira, señor! ¡Se lo juro, todo mentira!

—Tranquilízate Alonso, aquí nadie te está acusando de nada, sólo queremos saber tu filiación.

El escribano le miró parpadeando, sin atreverse a responder. Seguro que eso de la filiación tenía truco. Vete tú a saber si no se trataba de algún rito herético.

—Lo que quiero es saber tu adscripción —silencio—. ¡Que con quién trabajas, coño! —le espetó mientras se preguntaba qué le podría haber hecho el bruto de Beltrán a aquel pobre hombre para que estuviera tan asustado.

—Trabajo solo, señor. Tomo nota y cobro yo solo, no hay nadie que me ayude. Yo espero que mi hijo pronto pueda...

El procurador miraba al escribano viendo como se desvanecían sus esperanzas de acabar bien un día que, por otra parte, ya había ido bastante mal. Sin ser consciente empezó a girar de nuevo su anillo, provocando miradas de preocupación en los soldados que estaban en la habitación. Volvió a intentarlo:

—Me refiero que quién te paga.

—Los familiares de los muertos, señor —respondió el escribano, como si fuera la cosa más evidente del mundo.

El capitán notó como el resto de los soldados se envaraban y quedaban totalmente rígidos. Si ese loco quería despertar la furia del procurador lo mejor era intentar pasar lo más desapercibido posible.

—Ya —el procurador soltó aire lentamente. Por un momento consideró olvidarse del fugado y hacerle pagar a ese imbécil el tiempo que le estaba haciendo perder. Probó a bajar a un nivel más básico—. Pero el dinero que te pagan, ¿a quién se lo das?

—A mi esposa, señor —respondió Alonso, sin tener muy claro el cariz que estaba tomando el interrogatorio, ni por qué aquel señor importante, que no dejaba de jugar con su anillo, metía a su esposa en el asunto.

—¿Todo?

—Sí, claro... —de repente el escribano puso los ojos en blanco. Maldita mujer, cómo se le había ocurrido denunciarle. Todo porque le había reñido por estar todo el día en casa de su hermana— ¡No, es verdad! ¡A veces le digo que hay poco trabajo y me gasto una parte en la taberna jugando a las cartas! ¡Pero yo no sabía que estaba mal, señor! ¡Por favor, no me corte la mano, la necesito para trabajar!

El procurador hizo un gesto y Beltrán corrió a interrumpir los grititos del escribano con una bofetada. En efecto, le había ayudado a liberar la tensión. Ahora si pudera tomarse un vino en una taberna del puerto todavía se podría salvar el día.

Había sido necesario, se dijo el procurador para sí, y no creía que una simple bofetada fuera a suponer ningún problema con el obispo. Bien, otra vez desde el principio

—A ver, Alonso, vamos a empezar de nuevo —el escribano asintió entre sollozos—. Tú eres el encargado de tomar nota de los entierros que pasan por la puerta, ¿verdad? —vuelta a asentir—. Y ahora dime, ¿quién te puso ahí?

Hubo un breve momento de silencio, solo interrumpido por el sonar de mocos que realizó el escribano antes de contestar en un susurro.

—Mi padre, señor.

El capitán soltó un suspiro y se giró esperando la orden. Pero para su sorpresa el procurador estaba sonriendo. En su cabeza al fin estaba claro el asunto: era el hijo tonto de algún prohombre puesto ahí para que se ganara el pan. Ahora solo había que tirar del hilo.

—¿Y quién es tu padre, Alonso?

—Era el escribano que tomaba nota de los entierros que pasaban por la puerta antes que yo —y malinterpretando el fruncimiento de ceño de su interrogador añadió corriendo—. Señor.

El escribano miró a su alrededor, inquieto por el silencio que había seguido a su repuesta. El anillo giraba y giraba.

—A él le cedió el sitio su padre. Mi abuelo —apostilló. Pero seguían mirándole sin decir nada, así que, nervioso, decidió ir un poco más lejos en sus explicaciones—. El fue el primero, ¿saben? Hace cincuenta años. El que tuvo la idea de poner la mesa para cobrar a los entierros.

Con cierto alivio comprobó como desaparecía la expresión de enfado de la cara de su captor, sustituida por lo que parecía sorpresa. ¿O era incredulidad?

—¿Me estás diciendo que no trabajas ni para el ayuntamiento, ni para la Iglesia, ni para la madre que  —y aquí siguió una retaíla de juramentos que el escribano recibió sin entender muy bien a qué venía ese súbito paso de hablar de su abuelo a llamar todas esas cosas feas a su madre—...? ¿Que lleváis cincuenta años cobrando por vuestra —nueva colección de insultos— cara a todo entierro que pasa por la puerta?

—Bueno, yo no lo diría así —repuso el escribano, que súbitamente se sentía muy ofendido por la actitud del procurador, que no solo se había metido con su madre sino que se atrevía a dudar de su honradez—. Yo me gano el pan como todo el mundo. ¡Estoy en la puerta antes que nadie y no me voy hasta que la cierran! Y nunca he dejado de apuntar ningún entierro aunque lloviese o hiciera calor. Y la gente...

Pero el procurador no le dejó terminar la frase. Alzándose hizo un gesto hacia el capitán:

—¡Beltrán, llévate a este ladrón de aquí y me lo pones a buen recaudo! ¡Y luego te vas a su casa y me traes todos los papeles que veas! Será hijo de...

Se quedó mirando al escribano hasta que cerraron la puerta tras él. Desde fuera aún pudo escucharlo gritando que él era un trabajador como el que más, y muy honrado, hasta que sus gritos cesaron bruscamente, supuso que por obra y gracia de la palma de la mano de Beltrán. Se dejo caer de nuevo en la silla. Por la ventana veía como se iban apagándose las luces del día. Vaya día perdido, y vaya... Un pinchazo en la mano interrumpió sus pensamientos. Tenía el dedo del anillo en carne viva.




Podríamos decir que este fue el final de una empresa familiar que no pudo llegar a buen puerto por las trabas burocráticas, o que se trató de uno de los primeros ejemplos de externalizar un servicio antes incluso de que el servicio existiera. Lo único cierto es que a la historia aún le quedaba una coda.

Tras tres o cuatro meses en prisión, este emprendedor sevillano puso tierra de por medio, sin duda con el objetivo de exportar su startup a otra ciudad que supiera apreciarla. Pero antes quiso dejar una muestra de su indignación a modo de despedida. Aprovechando un descuido, colgó sobre una de las puertas de la ciudad una pancarta que decía: "Caminante: llegas a la ciudad de la desorganización y el mal gobierno".

Podría aventurarse que la pancarta no duraría mucho tiempo, pero no fue así. Porque cómo iban los guardias a quitar algo de la muralla cuando su función era la de guardar la puerta. A lo mejor hasta podían ofender al verdadero responsable por excederse en sus funciones. Pero ¿quién era el responsable? Porque si las murallas se consideraban parte de la cuidad, entonces debía ser retirada por ayuntamiento. Pero al mismo tiempo las murallas no dejaban de ser una construcción defensiva, por lo que cabía la posibilidad de que se tratase de un asunto militar. O del Alguacil Mayor, que al fin y al cabo era quien guardaba las llaves de las puertas. Aunque en realidad quienes abrían y cerraban las puertas eran los alguaciles del Común. Y eso sin tener en cuenta que el cartel podía considerarse un delito de desacato, en cuyo caso entraba dentro de la jurisdicción del Justicia Real.

Total, que entre unas cosas y otras el mensaje estuvo saludando a todos los que llegaba a la ciudad durante una semana mientras se resolvía el conflicto de competencias. Y todavía habría que agradecer que no acabase convirtiéndose en parte del patrimonio de la ciudad, quien sabe si hasta acabar formando parte de su escudo.

Volviendo la vista atrás uno solo puede agradecer que se tratase de una anécdota de un lejano pasado. Afortunadamente estas cosas ya no pasan hoy en día.

¿Verdad?

Dibujo de la Puerta Osario en el siglo XIX, poco antes de ser demolida, por Bartolomé Tovar.


Puerta Osario hoy en día.

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