Érase una vez un rey poderoso y cruel, que vivía en un castillo del que no salía sino para guerrear. Además, sus caprichos no conocían límites.
Un día tuvo el antojo de salir de caza para distraerse y persiguiendo un ciervo de extravió en el bosque. Ya era de noche, cuando a través de los árboles pude ver unas luces hacia las cuales encaminó su caballo.
Era un convento. Pidió asilo. Le dieron de cenar y, en su orgullo, no dijo ni gracias. Los frailes que le servían estaban asustados y temblaban de miedo. Uno de ellos reconoció al rey y fue a avisar al padre abad para que saludase al monarca.
-Tengo noticias de vuestro convento –le dijo el rey-. Sé que dais de comer a muchos pobres de la comarca, pero también me han dicho que vos, padre abad, no sois muy estudioso y esto no convienen al cargo que desempeñáis.
-Señor –contestó temblando el humilde fraile-; procuro cumplir con mi deber lo mejor posible.
-Está bien –dijo el monarca-. Y para convencerme de que desempeñáis bien vuestro cargo os voy a proponer tres preguntas. Si las solucionáis bien ganaréis dos cosas: la primera, que haréis pasar por mentirosos a todos los que os han calumniado y la segunda que os confirmaré en vuestro cargo para toda la vida. Si no acertáis a contestar, lo siento, pero habré de nombrar otro abad.