Hace unas cuantas tardes mi hija de cuatro años se me acercó con un dibujo que acababa de hacer. Tras alabárselo empezó a explicarme lo que representaba y los colores que había utilizado:
-Esto es de color azul celeste -me dice.
-Ah, -respondo curioso- ¿quién te ha enseñado que ese color se llama azul celeste?
-La señorita -responde ella-. Esta mañana hemos hecho un dibujo con azul celeste, y marrón celeste, y amarillo celeste...
-Mi vida -le corrijo-, sólo el azul es celeste.
-Noooo, también marrón celeste, y amarillo celeste, y...
-No, mi amor -digo interrumpiendo de nuevo la lista de colores celestes-. ¿Tú sabes por qué ese azul se llama celeste?
-No.
-Porque es el color del cielo. Por eso se le llama celeste.
Mi hija asiente y sigue enseñándome su dibujo, no muy convencida pero sin volver a mencionar el color celeste.
Al día siguiente estamos dando un paseo cuando, al mirar al cielo, viene a mi cabeza la conversación sobre los colores.
-Mira, chiqui -le digo-, ¿ves el cielo? Es de color azul. Ése es el color azul celeste, el del cielo.
-Sí, Papá -responde con aire de suficiencia-. Y mira -me dice señalando hacia arriba-, las nubes son de color gris celeste.
Y a ver quién le dice a la niña que no tiene razón.