Hace unas semanas, al pasar por la cocina, vi como mi Santa se afanaba en crear otra de sus estupendas tartas, esta vez decorada con animales de África. "Si le pones una jirafa entonces es como la leyenda de los amigos del gato", le comenté, y allí sobre la marcha surgió la idea de hacer dos entradas en paralelo, tarta y cuento a la vez. Aunque, como es habitual, ella fue mucho más eficiente que yo y la he tenido esperando mientras terminaba de escribir esta antigua leyenda africana, que nos explica cómo comenzó la relación entre la humanidad y los gatos. Para alegrar el relato he incluido fotos de detalles de la tarta, que podéis ver completa al final del cuento.
Nuestra historia empieza donde suelen hacerlo las leyendas: hace mucho, mucho tiempo. Estamos en la sabana africana. Amanece y los primeros rayos de sol nos revelan a un pequeño gato bebiendo en una charca solitaria. Está encogido, desconfía, levanta la cabeza tras cada sorbo y no vuelve a bajarla hasta estar seguro de que no hay ningún peligro cerca. No era fácil ser un gato: la comida es poca y los riesgos muchos. Nuestro amigo no es feliz con esta vida llena de sobresaltos. Pero claro, que otra opción tiene un pequeño gato de...
¡Croac!
¡Alarma! ¡Agacharse! ¡Uñas! ¿Qué ha sido eso? Se prepara para la huida, busca a su alrededor al autor el rugido que le ha sobresaltado.
¡Croac!
Un momento, eso no es un rugido, eso parece más...
¡Slurp!¡Croac!
Una enorme rana descansa sobre un montón de tierra que aflora del agua. Parece ajena al mundo que la rodea, pero entonces hay un restallido y la lengua vuelve a la boca llevando una libélula. El gato se acerca a la orilla lanzando miradas nerviosas a su alrededor y la llama:
—¡Psssssss!
La rana se vuelve lentamente, parece no encontrar nada que merezca su atención.
¡Croac! ¡Slurp!¡Croac!
—¡Eh, tú! —insiste— ¡Aquí!
—Ya sé que estás ahí. Lo que no sé es por qué quieres interrumpir mi desayuno.
—Mira, déjalo, solo quería ayudar —mientras se marcha deja caer un consejo—. Con tanto ruido vas a acabar atrayendo a un cazador.
—Bah, cazadores... Se ve que no sabes con quién estás hablando.
El gato detiene su retirada. No deja de ser un gato, y aún es muy joven para saber lo que se dice de ellos y la curiosidad.
—¿No tienes miedo de los cazadores?
—¿Debería? —y se responde a sí misma—. No. Soy la reina de esta charca. Estos son mis dominios y en ellos actúo —¡slurp!— como se me antoja.
El gato no puede evitar sentirse fascinado por la calma que transmite ese pequeño animal, ajeno al miedo que siempre guía sus pasos. Entonces le asalta una idea genial.
—¿Puedo quedarme contigo? —la rana entorna los ojos, extrañada— Sin duda una gran reina como tú podría enseñar muchas cosas un pobre gato.
Y de camino podría disfrutar de tu protección, termina la frase en su cabeza. Su descarado halago parece hacer mella en la rana que detiene, por primera vez desde que empezó la conversación, su cacería.
—Ciertamente, ciertamente... ¿Por dónde podríamos empezar? ¿Te gustan las libélulas? Bueno, todo es acostumbrarse. De momento puedes quedarte ahí y contemplarme mientras termino el desayuno. Sabes, esto de cazar bichos voladores no es tan fácil como pudiera parecer, hace falta...
El gato asiente y finge prestar atención mientras deja que su cuerpo se relaje por primera vez en... no sabría decirlo. Mucho tiempo. Se estira para recibir mejor los rayos de sol. El lugar es un poco húmedo, pero puede acostumbrarse.