Hoy os traigo un cuento de la India, recopilado por Joseph Jacobs en su libro Indian Fairy Tales. El libro fue publicado en 1892, es de dominio público y puede encontrarse en Archive.org. La traducción es mía, y puede usarse libremente siempre que indiquéis la fuente (ver al final de la entrada). He incluido las ilustraciones que aparecen en el libro, obra de Gloria Cardew.
Tenéis disponibles las versiones en epub y mobi por si queréis leerlo en vuestro dispositivo electrónico.
En cierto país había un Rajá cuyo único hijo salía a cazar todos los días. Un día la Rani, su madre, le dijo:
—Puedes cazar donde quieras en estas tres direcciones, pero nunca debes aventurarte en la cuarta.
Dijo esto porque sabía que, si se dirigía hacia allí, oiría hablar de la hermosa princesa Labam y dejaría a su padre y a su madre para lanzarse en su busca.
El joven príncipe obedeció durante un tiempo. Pero un día, mientras cazaba en las tres direcciones a donde le permitían ir, recordó lo que le había dicho su madre y decidió averiguar por qué le había prohibido viajar hacia la cuarta. Allí encontró una jungla, sin más habitantes que una bandada de loros. El joven Rajá hizo algunos disparos e inmediatamente todos huyeron levantando el vuelo. Todos salvo uno, llamado Hiraman, que era su Rajá.
Al verso solo Hiraman llamó a los otros loros:
—No me abandonéis bajo el fuego del hijo del Rajá. Si me dejáis así se lo diré a la princesa Labam.
Entonces los loros regresaron entre parloteos junto a su Rajá. El príncipe, muy sorprendido, dijo:
—¡Vaya, estos pájaros pueden hablar! —y les preguntó—. ¿Quién es la princesa Labam? ¿Dónde vive?
Pero los loros no querían contárselo.
—Nunca llegarás al país de la princesa Labam —fue todo lo que dijeron.
El príncipe se puso muy triste al ver que no lograba sacarles nada más; arrojó su escopeta y regresó a su hogar. Cuando llegó no habló con nadie ni quiso comer nada, sino que se tumbó en su cama durante cuatro o cinco días, y parecía estar muy enfermo.
Finalmente les contó a su madre y su padre que quería partir en busca de la princesa Labam.
—Debo ir —les dijo—; debo ver cómo es. Decidme cuál es su país.
—No sabemos dónde está —le respondieron.
—Entonces debo salir a buscarlo.
—No, no —le dijeron—, no debes dejarnos. Eres nuestro único hijo, quédate a nuestro lado. Nunca podrás encontrar a la princesa Labam.
—Debo intentarlo; tal vez Dios me muestre el camino. Si mi destino es vivir y encontrarla volveré con vosotros. Pero quizás muera y nunca vuelva a vuestro lado. Aun así debo partir.
Así que le dejaron marchar, entre lágrimas. Su padre le dio hermosas vestiduras y un hermoso caballo. Y él tomó su escopeta, su arco y flechas y muchas otras armas “porque”, pensó, “puedo necesitarlas”. Su padre le dio también una gran cantidad de rupias.
Entonces preparó su caballo para el viaje y les dijo adiós a su padre y a su madre. Su madre tomó su pañuelo, envolvió en él algunos dulces y se lo dio a su hijo.
—Hijo mío, cuando estés hambriento toma uno de estos dulces.
Entonces comenzó su viaje, cabalgando sin cesar hasta que llegó a una jungla donde había una charca a la sombra de unos árboles. Se bañó y bañó a su caballo en la charca y se sentó bajo un árbol.
—Ahora —se dijo— comeré algunos de los dulces que mi madre me preparó, beberé algo de agua y continuaré mi viaje.
Abrió su pañuelo y tomó un dulce. Encontró una hormiga en él. Tomó otro; también tenía una hormiga. Así que dejó ambos dulces en el suelo y cogió otro, y otro, y otro, hasta que los sacó todos, y en cada uno había una hormiga.
—No importa —se dijo—, no comeré dulces, que se los coman las hormigas.
En ese momento apareció ante él el Rajá de las Hormigas, que le dijo:
—Has sido bueno con nosotros. Si alguna vez te encuentras en problemas, piensa en mí y acudiremos.
El hijo del Rajá le dio las gracias, montó en su caballo y continuó su viaje. Cabalgó sin cesar hasta que llegó a otra jungla, donde vio a un tigre con una espina en su pata, que rujía fuertemente por el dolor.
—¿Por qué ruges así? —preguntó el joven Rajá—. ¿Qué te ocurre?
—He tenido doce años una espina en mi pata —respondió el tigre— y me duele. Por eso rujo.
—Bien, yo te la quitaré. ¿Pero es posible, siendo un tigre, que después me devores?
—No —dijo el tigre—, no te comeré. Ayúdame.
Entonces el príncipe cogió un pequeño cuchillo de su bolsillo e hizo un corte para sacar la espina de la pata del tigre. Pero cuando le cortó el tigre rugió más fuerte que nunca, tan fuerte que su esposa le escuchó en la jungla de al lado y se apresuró a volver para averiguar qué había sucedido. El tigre, al verla llegar, escondió al príncipe en la jungla, de forma que no pudiera encontrarlo.
—¿Qué hombre te ha herido para hacerte rugir tan fuerte? —dijo la esposa del tigre.
—Nadie me ha herido —contestó su esposo—, sino que el hijo de un Rajá ha venido y me ha sacado la espina de la pata.
—¿Dónde está? Muéstramelo.
—Si prometes no matarle le llamaré.
—No lo mataré, sólo déjame verlo.
Entonces el tigre llamó al hijo del Rajá, y cuando apareció el tigre y su esposa le cubrieron de alabanzas. Luego le dieron de cenar y se quedó con ellos durante tres días. Todos los días cuidaba la pata del tigre, y al tercero ya estaba curado. Entonces se despidió del tigre, que le dijo:
—Si alguna vez te encuentras en problemas, piensa en mí y acudiré.
El hijo del rajá cabalgó hasta llegar a una tercera jungla. Allí se encontró con cuatro faquires cuyo maestro había muerto, dejándoles cuatro cosas: una cama, que llevaba a quien se sentara en ella dondequiera que deseara; un saco, que daba a su dueño cualquier cosa que pidiese: joyas, comida o ropa; un cuenco de piedra que daba a su dueño tanta agua como quisiera, sin importar lo lejos que estuviera de un pozo; y un garrote y una cuerda, a los que su dueño, si alguien se le acercaba con malas intenciones, sólo tenía que decir “Garrote, golpea sin cesar a todos los que aquí están” para que el garrote les golpease y la soga los atara.
Los cuatro faquires estaban discutiendo por los cuatro objetos. Uno decía:
—Quiero esto.
Y otro respondía:
—No lo tendrás, porque lo quiero yo.
Y así seguían.
El hijo del Rajá les dijo:
—No os peléis por estas cosas. Dispararé cuatro flechas en cuatro direcciones distintas. Quienquiera que consiga mi primera flecha tendrá la primera cosa: la cama. Quien alcance la segunda flecha tendrá la segunda cosa: el saco. El que logre la tercera flecha tendrá la tercera cosa: el cuenco. Y quien consiga la cuarta flecha tendrá los últimos objetos: el garrote y la soga.
Se mostraron de acuerdo, así que el príncipe lanzó su primera flecha. En seguida los faquires salieron en su busca. Cuando la trajeron de vuelta disparó la segunda. Cuando la encontraron y se la trajeron, disparó la tercera. Y cuando le trajeron la tercera disparó la cuarta.
Mientras buscaban la cuarta flecha, el hijo del Rajá liberó a su caballo en la jungla, se sentó en la cama y tomó el cuenco, el garrote y la cuerda y el saco y dijo:
—Cama, quiero ir al país de la princesa Labam.
La pequeña cama se alzó en el aire instantáneamente y empezó a volar. Y voló y voló hasta llegar al país de la princesa Labam, donde aterrizó. El hijo del Rajá preguntó entonces a unos hombres que se encontró:
—¿Qué país es este?
—El país de la princesa Labam —le respondieron.
El príncipe continuó su viaje hasta que encontró una casa donde vio a una anciana.
—¿Quién eres? —le preguntó la mujer—. ¿De dónde vienes?
—Vengo de un país lejano. Permíteme quedarme aquí esta noche.
—No —le contestó—. No puedo dejarte porque nuestro rey ha prohibido los extranjeros en nuestro país. No puedes quedarte en mi casa.
—Déjame quedarme contigo sólo esta noche, tía. Ya ves que está anocheciendo, si voy a la jungla las bestias salvajes me comerán.
—De acuerdo —accedió la anciana—, puedes quedarte conmigo esta noche, pero mañana por la mañana deberás marcharte, porque si el rey se entera de que has pasado la noche en mi casa me detendrá y me mandará a prisión.
Entonces le dejó entrar en su casa, para alegría del hijo del Rajá. La anciana empezó a prepararle la cena, pero él la detuvo.
—Tía —le dijo—, yo te daré de comer.
Puso su mano en su saco y dijo:
—Saco, quiero algo de cenar.
Y el saco le proporcionó al instante una deliciosa cena, servida sobre dos platos de oro. Entonces la anciana y el hijo del Rajá cenaron juntos.
Cuando terminaron de comer la anciana dijo:
—Ahora iré a por agua.
—No vayas —dijo el príncipe—. Tendrás agua de sobra.
Tomó su cuenco y dijo:
—Cuenco, quiero agua.
Y el cuenco se llenó de agua. Cuando estuvo lleno el príncipe dijo:
—Detente, cuenco. —Y el cuenco dejó de llenarse—. Lo ves, tía, con este cuenco siempre consigo cuanta agua necesito.
Mientras, se había hecho de noche.
—Tía —dijo el hijo del Rajá—, ¿por qué no enciendes una lámpara?
—No hay necesidad —le respondió la anciana—. Nuestro rey ha prohibido a la gente de este país encender lámparas porque en cuanto se hace de noche su hija, la princesa Labam, sale a su tejado a sentarse, y reluce de tal forma que ilumina todo el país y nuestras casas, de modo que podemos conducirnos como si fuera de día.
Cuando la noche estaba bastante oscura la princesa se alzó. Se vistió con ricos vestidos y joyas, se peinó y puso sobre su cabeza una tiara de diamantes y perlas. Así brillaba como la luna y su belleza convertía la noche en día. Salió de su habitación y se sentó en el techo de su palacio. Durante el día nunca salía de casa, sólo lo hacía al caer la noche. Todos los habitantes del país de su padre se aprestaban entonces finalizar su trabajo.
El hijo del Rajá miraba a la princesa en silencio, y era muy feliz.
—¡Qué encantadora es! —se decía.
A medianoche, cuando todos se habían ido a la cama, la princesa bajó del tejado y fue a su cuarto. Cuando la princesa ya dormía en su lecho el hijo del Rajá se levantó despacio y se sentó en su cama.
—Cama —le dijo—, quiero ir al dormitorio de la princesa Labam.
Y así la pequeña cama le llevo a la habitación donde ella dormía.
El joven Rajá tomó su saco y dijo:
—Quiero muchas hojas de betel.
Y el saco le dio al momento una buena cantidad de hojas de betel. Las dejó junto a la cama de la princesa y luego su pequeña cama le llevó de vuelta a casa de la anciana.
A la mañana siguiente todos los sirvientes de la princesa encontraron las hojas de betel y empezaron a mascarlas.
—¿De dónde habéis sacado todas estas hojas de betel? —preguntó la princesa.
—Las encontramos cerca de tu cama —respondieron los criados. Nadie sabía que el príncipe había venido durante la noche dejándolas allí.
Por la mañana la anciana acudió junto al hijo del Rajá.
—Es por la mañana y debes marcharte. Porque si el rey averigua lo que he hecho por ti me hará prender.
—Hoy estoy enfermo, querida tía —dijo el príncipe—, déjame quedarme hasta mañana por la mañana.
—Está bien —dijo la anciana. Así que se quedó, tomaron su cena del saco y el cuenco les dio agua.
Cuando llegó la noche la princesa se levantó y se sentó en su tejado. Y a las doce en punto, cuando todos estaban ya en su cama, volvió a su dormitorio y cayó dormida en seguida. Entonces el hijo del Rajá se sentó en su cama, que le llevó junto a la princesa. Tomó su saco y dijo:
—Saco, quiero chal muy hermoso.
Y le dio un espléndido chal que extendió sobre la princesa dormida. Entonces volvió a la casa de la anciana y durmió hasta la mañana.
Por la mañana la princesa estuvo encantada al ver el chal.
—Mira, madre, Dios debe haberme regalado este chal. Es muy hermoso.
Su madre estaba también muy contenta.
—Sí, hija mía, Dios debe haberte regalado este espléndido chal.
Cuando llegó la mañana la anciana le dijo al hijo del Rajá:
—Ahora sí que debes irte.
—Tía —le respondió—, no me encuentro bien todavía. Déjame quedarme unos pocos días más. Me esconderé en tu casa y nadie podrá verme.
Así que la anciana le dejó que se quedara.
Cuando fue noche cerrada, la princesa se puso sus hermosas ropas y joyas y se sentó en el tejado. A medianoche volvió a su habitación y se durmió. Entonces el hijo del Rajá se sentó en su cama y voló a su dormitorio. Allí le dijo a su saco:
—Saco, quiero un anillo muy, muy hermoso.
El saco le dio un anillo espléndido. Entonces tomó gentilmente la mano de la princesa Labam para ponerle el anilló. Ella se despertó muy asustada.
—¿Quién eres? —le dijo al príncipe—. ¿De dónde vienes? ¿Por qué estás en mi cuarto?
—No temas, princesa, no soy un ladrón. Soy el hijo de un gran Rajá. El loro Hiraman, que vive en la jungla donde iba a cazar, me dijo tu nombre. Entonces dejé a mi padre y a mi madre y vine a verte.
—Bien —dijo la princesa—, como eres el hijo de tan gran Rajá no haré que te maten, y diré a mi padre y a mi madre que deseo casarme contigo.
El príncipe volvió entonces a la casa de la anciana. Cuando llegó la mañana la princesa le dijo a su madre:
—El hijo de un gran Rajá ha venido a este país y desea casarse conmigo.
Su madre se lo contó al rey.
—Bien —dijo el rey—, pero si el hijo del Rajá quiere casarse con mi hija, primero debe hacer lo que le pida; si falla le mataré. Le daré cuarenta kilos de semillas de mostaza y deberá extraer su aceite en un solo día. Si no lo consigue morirá.
Por la mañana el hijo del Rajá le contó a la anciana que pretendía casarse con la princesa.
—Oh —dijo la anciana—, huye este país y no pienses en casarte con ella. Muchos rajás e hijos de rajás han venido a pedir su mano y su padre los ha matado a todos. Dice que quienquiera que desee desposarse con su hija debe hacer primero lo que le pida. Si puede, entonces se casará con la princesa. Si no, el rey lo hará matar. Pero nadie ha podido realizar las tareas que el rey les encomienda, así que todos los rajás e hijos de rajás que lo han intentado han sido ajusticiados. A ti también te matará si lo intentas. Huye.
Pero el príncipe no escuchó nada de lo que le decía.
El rey mandó a sus sirvientes a que buscaran al príncipe en casa de la anciana y lo llevaran frente a él al salón del trono. Allí el rey le dio cuarenta kilos de semillas de mostaza y le dijo que las prensara todas ese mismo día y las trajera a la mañana siguiente al salón del trono.
—Quien quiera casarse con mi hija —le dijo al príncipe—, primero debe hacer lo que le pida. Si no puede, le haré matar. Así que si no extraes todo el aceite de estas semillas de mostaza morirás.
El príncipe, al escucharlo, se sintió muy desgraciado.
—¿Cómo podré extraer el aceite de todas las semillas de mostaza en un solo día? Si no lo hago el rey me matará.
Llevó las semillas de mostaza a casa de la anciana sin saber qué podía hacer. Finalmente recordó al Rajá de las Hormigas; en el momento en que lo hizo el Rajá de las Hormigas y sus hormigas acudieron.
—¿Por qué estás tan triste? —preguntó el Rajá de las Hormigas.
El príncipe le enseñó las semillas de mostaza y le dijo:
—¿Cómo puedo extraer el aceite de todas estas semillas de mostaza en un solo día? Si no le llevo el aceite al rey mañana por la mañana me matará.
—Alégrate —dijo el Rajá de las Hormigas—, acuéstate y duerme; nosotros extraeremos el aceite por ti durante todo el día, y mañana se lo llevarás al rey.
El hijo del Rajá se acostó y durmió, y las hormigas extrajeron el aceite por él. El príncipe se puso muy contento al ver el aceite.
A la mañana siguiente lo llevó ante el rey al salón del trono. Pero el rey dijo:
—No puedes casarte con mi hija. Si eso es lo que quieres, primero deberás luchar contra mis dos demonios y matarlos.
Hacía mucho tiempo el rey había capturado dos demonios y, como no sabía qué hacer con ellos, los había encerrado en una jaula. Tenía miedo de soltarlos por temor a que se comieran a sus súbditos, y no sabía cómo matarlos. Así que los reyes y los hijos de reyes que querían casarse con la princesa Labam debían luchar con estos demonios, “porque”, se decía el rey, “quizás los demonios mueran y pueda librarme de ellos”.
Cuando supo de los demonios el hijo del Rajá se puso muy triste.
—¿Qué puedo hacer? —se dijo—. ¿Cómo puedo luchar contra esos dos demonios?
Entonces pensó en el tigre, y el tigre y su mujer acudieron a él.
—¿Por qué estás tan triste? —le dijeron.
—El rey me ha ordenado luchar contra sus dos demonios y matarlos —les contestó el hijo del Rajá—. ¿Cómo podré hacerlo?
—No temas —dijo el tigre—. Alégrate. Mi mujer y yo lucharemos contra ellos en tu lugar.
Entonces el hijo del Rajá sacó de su saco dos espléndidos abrigos. Estaban hechos de oro y plata, cubiertos con perlas y diamantes. Se los puso a los tigres para que lucieran hermosos y los llevó ante el rey.
—¿Pueden estos tigres enfrentarse a tus demonios en mi lugar? —le preguntó.
—Sí —dijo el rey, al que no le importaba en absoluto quién matara a sus demonios, siempre que lo hicieran.
—Entonces llama a tus demonios —dijo el hijo del Rajá— y estos tigres se enfrentarán a ellos.
Así hizo el rey, y tigres y demonios lucharon y lucharon hasta que los tigres mataron a los demonios.
—Eso está muy bien —dijo el rey—. Pero debes hacer algo más antes de que te entregue a mi hija. Arriba en el firmamento hay un timbal. Debes ir y hacerlo sonar. Si no puedes, te mataré.
El hijo del Rajá pensó en su pequeña cama; fue a casa de la anciana y se sentó en ella.
—Cama —dijo—, arriba en el cielo está el timbal del rey. Quiero ir allí.
La cama ascendió con él y el hijo del Rajá hizo sonar el timbal. El rey lo escuchó, pero aun así, al bajar, no le concedió la mano de su hija.
—Has hecho —dijo al príncipe— las tres cosas que te pedí, pero debes hacer una más.
—Si puedo, la haré —contestó el hijo del Rajá.
Entonces el rey le enseñó el tronco de un árbol que se hallaba tirado cerca del salón del trono. Era un tronco muy, muy grueso.
Le dio al príncipe un hacha de cera y le dijo:
—Mañana por la mañana deberás cortar este tronco en dos con esta hacha de cera.
El hijo del Rajá volvió a casa de la anciana. Estaba muy triste, pensando que ahora el Rajá definitivamente le mataría.
—Saqué el aceite de la mostaza gracias a las hormigas —se dijo—. Maté a los demonios con los tigres. Mi cama me ayudó a hacer sonar el tambor. Pero, ¿qué puedo hacer ahora? ¿Cómo podré cortar en dos ese grueso tronco con un hacha de cera?
Esa noche acudió en su cama a ver a la princesa.
—Mañana —le dijo—, tu padre me matará.
—¿Por qué? —preguntó la princesa.
—Me ha dicho que corte en dos un grueso tronco con un hacha de cera. ¿Cómo podré hacerlo?
—No te preocupes —dijo la princesa—, haz como yo te indique y lo cortarás en dos fácilmente.
Entonces tomó un pelo de su cabeza y se lo dio al príncipe.
—Mañana, cuando no haya nadie cerca, debes decirle al tronco: “La princesa Labam te ordena que te dejes cortar en dos con su cabello”. Entonces pega el pelo en el filo la de hoja del hacha de cera.
Al día siguiente el príncipe hizo exactamente lo que le había dicho la princesa. En el momento en que el pelo pegado al filo de la hoja del hacha tocó el tronco, éste se partió en dos.
—Ahora puedes casarte con mi hija —dijo el rey.
Entonces tuvo lugar la boda. Se invitó a los rajás y reyes de los países cercanos y hubo gran regocijo. Tras unos pocos días el príncipe le dijo a su esposa:
—Vayamos al país de mi padre.
El padre de la princesa Labam les dio gran cantidad de camellos, caballos, rupias y criados, y viajaron con gran pompa al país del príncipe, donde vivieron felices.
El príncipe siempre conservó su saco, su cuenco, su cama y su garrote. Y como nunca llegó a estar en guerra con nadie, nunca necesitó usar el garrote.
FIN
Conozco este cuento desde hace mucho tiempo, y más de una vez había pensado en traerlo al blog. Pero no era capaz de encontrar su autor y no quería limitarme a copiar la versión que aparece en muchas páginas sin saber a quién atribuirlo. Finalmente encontré el nombre del autor, y a ver que la obra era de dominio público me he decidido a traducirla yo mismo. La traducción está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Me ha gustado mucho Malapata, había leído antes alguna versión más breve. Muchas gracias!!!
ResponderEliminarDe nada, gracias a ti por el comentario. Me alegro que te haya gustado.
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