En tiempos antiguos reinaba en Granada un príncipe moro llamado Mohamed, al cual sus vasallos le daban el sobrenombre de El Haygari, esto es, El Zurdo. Se dice que le apellidaron de este modo por ser realmente más ágil en el uso de la mano izquierda que de la derecha; otros afirman que se lo aplicaron porque solía hacer «al revés» todo aquello en que ponía mano; o más claro: porque solía echar a perder todos los asuntos en que se entremetía. Lo cierto es que, ya por desgracia o por falta de tacto, estaba continuamente sufriendo mil contrariedades. Tres veces le destronaron, y en una de ellas pudo escapar milagrosamente al África, salvándose de una muerte segura, disfrazado de pescador. Sin embargo, era tan valiente como desatinado, y, aunque zurdo, esgrimía su cimitarra con maravillosa destreza, por lo que consiguió recuperar su trono a fuerza de pelear. Pero en vez de aprender a ser prudente en la adversidad, se hizo obstinado y endurecido su brazo izquierdo en sus continuas terquedades. Las calamidades públicas que atrajo sobre sí y sobre su reino pueden conocerse leyendo los anales arábigos de Granada, pues la presente leyenda no trata más que de su vida privada.
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Washington Irving,
autor de los Cuentos de la Alhambra. |
Paseando a caballo cierto día Mohamed, con gran séquito de sus cortesanos, por la falda de Sierra Elvira, tropezó con un piquete de caballería que regresaba de hacer una escaramuza en el país de los cristianos. Conducían una larga fila de mulas cargadas con botín y multitud de cautivos de ambos sexos. Entre las cautivas venía una cuya presencia causó honda sensación en el ánimo del sultán; era ésta una hermosa joven, ricamente vestida, que iba llorando sobre un pequeño palafrén, sin que bastaran a consolarla las frases que le dirigía una dueña que la acompañaba.
Prendose el monarca de su hermosura, e interrogado acerca de ella el jefe de la fuerza, supo el rey que era la hija del alcaide de una fortaleza fronteriza que habían sorprendido y saqueado durante la excursión. Mohamed pidió la bella cautiva como la parte que le correspondía de aquel botín, y la llevó a su harén de la Alhambra. Se inventaron en vano mil diversiones para distraerla y aliviarla de su melancolía; por último, el monarca, cada vez más enamorado de ella, resolvió hacerla su sultana. La joven española rechazó en un principio sus proposiciones, pensando en que al fin era moro, enemigo de su país, y, lo que era peor, ¡qué estaba bastante entrado en años! Viendo Mohamed que su constancia no le servía gran cosa, determinó atraerse a la dueña que venía prisionera con la joven cristiana. Era aquélla andaluza de nacimiento y no se conoce su nombre cristiano: sólo se sabe que en las leyendas moriscas se la denomina La discreta Kadiga -¡y en verdad que era discreta, según resulta de su historia!-. Apenas el rey moro se puso al habla con ella, cuando vio su habilidad para persuadir, y le confió el emprender la conquista de su joven señora. Kadiga comenzó su tarea de este modo:
-¡Idos allá!... -decía a su señora-. ¿A qué viene ese llanto y esa tristeza? ¿No es mejor ser sultana de este hermoso Palacio adornado de jardines y fuentes, que vivir encerrada en la vieja torre fronteriza de vuestro padre? ¿Qué importa que Mohamed sea infiel? Os casáis con él, no con su religión; y si es un poquito viejo, más pronto os quedaréis viuda y dueña de vuestro albedrío; y, puesto que de todas maneras tenéis que estar en su poder, más vale ser princesa que no esclava. Cuando uno cae en manos de un ladrón, mejor es venderle las mercancías a buen precio que no dar lugar a que las arrebate por fuerza.
Los argumentos de la discreta Kadiga hicieron su efecto. La joven española enjugó sus lágrimas y accedió al fin a ser esposa de Mohamed el Zurdo, adoptando, al parecer, la religión de su real esposo, así como la astuta dueña afectó haberse hecho fervorosa partidaria de la religión mahometana; entonces precisamente fue cuando tomó el nombre árabe de Kadiga y se le permitió permanecer como persona de confianza al lado de su señora.
Andando el tiempo, el rey moro fue padre de tres hermosísimas princesas, habidas en un mismo parto; y, aunque él hubiera preferido que nacieran varones, se consoló con la idea de que sus tres preciosas niñas eran bastante hermosas para un hombre de su edad, y por añadidura zurdo.
Siguiendo la costumbre de los califas musulmanes, convocó a sus astrólogos para consultarles sobre tan fausto suceso. Hecho por los sabios el horóscopo de las tres princesas, dijeron al rey, moviendo la cabeza: «Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero éstas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna.»