Cuando tenía 13 años solía aprovechar cada vez que pasaba junto a la librería que había cerca de casa para quedarme un rato ojeando los libros que había en uno de sus estanterías. La de la esquina de la derecha, visto desde la puerta, aunque realmente la disposición de la tienda impedía que se viera desde la entrada. Además, para llegar a ella había que entrar un trecho dentro de la tienda y bordear un expositor.
Pero a pesar de no estar muy accesible me sentía como en casa. Era la sección de Ciencia-Ficción. Allí desembocaba cada vez que mi madre me daba dinero para un libro, que ya tenía elegido de antemano. Y que, ante mi desconocimiento del género, solía elegir por una mezcla entre, en ese orden, su tamaño (mejor cuanto más gruesos), su sinopsis y si había recibido algún Hugo o Nébula, que entonces no sabía lo que eran, pero que si lo remarcaban en la tapa por algo sería.
Eran en su mayoría ediciones de bolsillo, aquellos míticos volúmenes de la colección Ciencia Ficción de Bolsillo de Ultramar, cuyos títulos llegué a memorizar y que aún me emociona al encontrarme en alguna librería usada, junto con otros de P&J, que editaba a Asimov. Allí compré las sagas de Dune, Fundación, El Mundo de Río y tantos y tantos otros que me transportaban a mundos lejanos donde cualquier cosa podía ser posible.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y aunque mis gustos me llevaron por otros derroteros, todavía me gusta de vez en cuando volver a sumergirme en la ciencia ficción. Aunque, como entonces, no domine el género y siga guiándome por los mismos parámetros de entonces (y sí, el tamaño sigue importando).
¿Y por qué os suelto esta parrafada estilo Aquellos maravillosos años? Pues para haceros ver que me es imposible ser objetivo con la ciencia ficción. Que sólo por caer dentro de este género estoy dispuesto lanzarme a ver series como Santuary o Outcasts, a las que en circunstancias normales no me habría parado a echar un segundo vistazo.