Invisible tu persona a mis ojos, está presente en mi corazón.
Te envío mi adiós, con la fuerza de la pasión, con lágrimas de pena, con insomnio.
Indomable soy, tú me dominas y encuentras la tarea fácil.
Mi deseo es estar contigo siempre. ¡Ojalá pudieras concederme ese deseo!
Asegúrame que el juramento que nos une no se romperá con la lejanía.
Dentro de los pliegues de ese poema, escondí tu dulce nombre, Itimad.
El
Reino de Sevilla fue una de las
taifas más importantes de la España musulmana del S. XI. Uno de sus reyes fue
Al-Mutamid, que reunió a su alrededor una corte de literatos y poetas, en la que se valoraba especialmente la habilidad para improvisar versos.
Según cuenta la leyenda, cierto día Al-Mutamid paseaba con su amigo y antiguo tutor
Abenamar junto al Guadalquivir. Atardece, y el sol se refleja sobre el río. El rey se siente inspirado y lanza un verso, desafiando a su amigo a terminarlo:
El viento teje lorigas en las aguas
Abenamar reflexiona, pero antes de que sea capaz de contestar llega hasta ellos una voz femenina:
¡Qué coraza si se helaran!
Al girarse comprueban sorprendidos que el verso proceden de una joven esclava que se dirige con su borrico de vuelta a Triana. El rey queda prendado de la belleza e ingenio de la joven, de nombre
Romaiquía, y la lleva consigo a palacio. Poco después, ante el asombro de la corte, se casa con ella, adoptando la nueva reina el nombre de Itimad.
A pesar de su humilde origen, Itimad se integra fácilmente en la corte sevillana. Ambos reyes se profesaron siempre un profundo amor, intercambiándose versos apasionados como el que encabeza esta entrada. No hubo deseo de su esposa que Al-Mutamid no se apresurara a complacer, hasta el punto en que sus súbditos acabaron manifestando su descontento.
"El rey, para complacerla, mandó llenar de agua de rosas un gran lago que hay en Córdoba; luego ordenó que lo vaciaran de tierra y llenaran de azúcar, canela, espliego, clavo, almizcle, ámbar y algalia, y de cuantas especias desprenden buenos olores. Por último, mandó arrancar la paja, con la que hacen los adobes, y plantar allí caña de azúcar. Cuando el lago estuvo lleno de estas cosas y el lodo era lo que podéis imaginar, dijo el rey a su esposa que se descalzase y que pisara aquel lodo e hiciese con él cuantos adobes gustara."
En otra ocasión en que la reina volvió a mostrar su tristeza, al preguntarle el rey Itimad se quejó de que, por muchas que fueran su riquezas, no podría nunca gozar de la contemplación de un paisaje nevado. Al-Mutamid quedó rumiando aquello, pues no había en su reino lugar donde la reina pudiese ver la nieve.
Pasa el tiempo. Buscando distraer a su esposa de su melancolía Al-Mutamid la lleva a visitar los palacios de Córdoba. Una mañana Itimad despierta contemplando desde su ventana un paisaje blanco. Llena de alegría corre a buscar a su esposo para anunciarle la nevada. Al-Mutamid se sienta con ella a contemplar la vista. Sonríe; ha hecho traer de la vega de Málaga más de un millón de almendros para plantarlos en la sierra cordobesa que acaban de florecer.
Fuentes:
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