November Eve es una de las leyendas incluidas en
Ancient Legends, Mystic Charms, and Superstitions of Ireland, de Lady Francesca Wilde (1821 - 1896). La traducción la he hecho yo mismo y
aquí podéis encontrar su versión original.
Se considera una muy mala idea entre los habitantes de la isla salir durante la víspera de noviembre a ocuparse de cualquier asunto, pues es cuando las criaturas mágicas tienen sus reuniones y no les gusta que las vean o las observen. Y todos los espíritus acuden junto a ellas y les ayudan. Pero los mortales deben quedarse en en casa, o sufrir las consecuencias, pues las almas de los muertos tienen poder sobre todas las cosas en esa noche del año, y celebran una fiesta con las hadas y beben vino tinto de las copas de las hadas, y bailan la música de los duendes hasta que la luna se oculta.
Hubo un hombre de pueblo que se quedó hasta tarde una víspera de noviembre pescando, y no pensó en duendes hasta que vio un gran número de luces agitándose, y una multitud pasando deprisa con cestas y sacos, todos riendo y cantando y divertiéndose mientras marchaban.
—Sois una alegre pandilla —dijo—, ¿hacia dónde os dirigís?
—Vamos a la feria —dijo un pequeño anciano que llevaba un elegante sombrero con una cinta dorada alrededor—. Ven con nosotros, Hugh King, y tendrás la más deliciosa comida y la más deliciosa bebida que hayas visto jamás.
—Y llévame esta cesta —dijo una pequeña mujer pelirroja.
Así que Hugh la agarró y fue con ellos hasta que llegaron a la feria, que estaba abarrotada con una multitud como no había visto en la isla en toda su vida. Y bailaban y reían y bebían vino tinto en pequeñas copas. Y había flautas, y arpas, y pequeños zapateros arreglando zapatos, y las cosas más hermosas del mundo para comer y beber, como si estuvieran en el palacio de un rey. Pero la cesta era muy pesada, y Hugh estaba deseando dejarla y poder ir a bailar con una pequeña belleza de largo pelo rubio que reía frente a él.
—Bueno, deja aquí la cesta —dijo la mujer pelirroja—, ya que veo que estás muy cansado —y la cogió y quitó su tapa, y de ella salió un pequeño anciano, el duende más feo y contrahecho que imaginarse pueda.
—Ah, gracias, Hugh —dijo el duende educadamente—, por haber cargado conmigo tan bien. Soy de miembros débiles, de hecho no tengo nada que pueda llamarse piernas. Pero te pagaré bien, mi buen amigo. Acerca las manos —y el pequeño diablo dejó caer sobre ellas oro, oro y más oro, brillantes guineas doradas—. Ahora vete —le dijo— y bebe a mi salud, y pásalo bien, y no tengas miedo de nada que veas u oigas.
Y le dejaron solo, salvo por el hombre con el sombrero elegante y el fajín rojo alrededor de su cintura.
—Espera un poco —dijo—, pues el rey Finvarra y su esposa se acercan a ver la feria.
Según hablaba se escuchó el sonido de un cuerno, y apareció un carruaje tirado por cuatro caballos blancos, y de él bajó un espléndido y solemne caballero vestido completamente de negro y una hermosa dama con un velo plateado sobre su cara.
—Este es el mismísimo Finvarra y la reina —dijo el pequeño anciano. Pero Hugh estuvo a punto de morirse el susto cuando Finvarra preguntó:
—¿Quién ha traído a este hombre?
Y el rey frunció el ceño y le miró tan sombriamente que Hugh casi se desmayó de miedo. Entonces todos rieron y rieron tan alto que todo pareció temblar y agitarse con el sonido de las risas. Y los bailarines se acercaron y bailaron alrededor de Hugh, e intentaron cogerle de las manos y hacerle bailar con ellos.
—¿Sabes quienes son estas gentes, y los hombres y mujeres que bailan alrededor tuya? —preguntó el anciano—. Míralos bien, ¿los habías visto antes?
Y cuando Hugh miró vio una muchacha que había muerto el año anterior, y luego otro y otro de sus amigos que sabía que habían muerto hacía mucho, y entonces vio que todos los bailarines, hombres, mujeres y muchachas, eran los muertos en sus largos sudarios blancos. E intentó escapar de ellos, pero no pudo, porque se arremolinaron a su alrededor y bailaron y rieron y lo agarraron por los brazos, e intentaron arrastrarlo al baile, y sus risas parecían atravesar su cerebro y matarlo. Y cayó ante ellos, como atrapado por el sueño, y no supo nada más hasta que le encontraron a la mañana siguiente acostado dentro del círculo de piedra de un fuerte de las hadas sobre la colina. Era evidente que había estado entre criaturas mágicas, nadie podía negarlo, ya que sus brazos estaban negros por el toque con las manos de los muertos cuando habían intentado arrastrarlo al baile. Pero ni una pizca del oro rojo que le había dado el pequeño diablo pudo encontrarse en su bolsillo. Ni una sola moneda dorada. Todo se había perdido para siempre.
Y Hugh regresó triste a su casa, porque ahora sabía que los espíritus se habían reído de él y lo habían castigado por haber molestado sus celebraciones de la víspera de noviembre, esa noche entre todas las del año en que los muertos pueden dejar sus tumbas y bailar a la luz de la luna sobre la colina, y los mortales deben quedarse en casa y no atreverse nunca a contemplarlos.
FIN