Lo que sigue es un fragmento del libro Homicidio, de David Simon.
"La televisión nos ha dado el mito de la caza frenética, de la persecución a toda velocidad, pero en realidad no existe nada así; de lo contrario, al Cavalier le saltaría una biela al cabo de una docena de manzanas y te encontrarías rellenando un formulario 95, que presentarías a tu oficial al mando explicándole por qué habías causado la muerte prematura de un cuatro cilindros propiedad de la ciudad. Y no hay peleas a puñetazo limpio ni tiroteos: los días gloriosos en que se podía tumbar a alguien cuando se acudía a solucionar una disputa doméstica o en los que se disparaba un tiro o dos en algún atraco a alguna gasolinera terminaron cuando dejaste la patrulla y fuiste al centro de la ciudad. Los policías encargados de los asesinatos siempre llegan allí después de que los cuerpos hayan caído, y cuando un inspector de homicidios sale de la oficina, tiene que esforzarse para no dejarse su pistola en el cajón superior derecho de su mesa. Y, desde luego, no hay momentos totalmente perfectos en los que un inspector, siendo un asombroso científico con sobrenaturales poderes de observación, se inclina para ver mejor un fragmento manchado de alformbra, sacad de él una fibra característica de pelo cobrizo caucasiano, reúne a sus sospechoso en un salón exquisitamente amueblado para inmediatamente decirles que el caso está resuelto. Lo cierto es que quedan muy pocos salones exquisitamente amueblados en Baltimore, e incluso, si quedasen más, los mejores inspectores de homicidios admitirán que en noventa de cada cien casos lo que salva la investigación es la abrumadora predisposición de asesino a la incompetencia o, cuando menos, al error garrafal.
"La televisión nos ha dado el mito de la caza frenética, de la persecución a toda velocidad, pero en realidad no existe nada así; de lo contrario, al Cavalier le saltaría una biela al cabo de una docena de manzanas y te encontrarías rellenando un formulario 95, que presentarías a tu oficial al mando explicándole por qué habías causado la muerte prematura de un cuatro cilindros propiedad de la ciudad. Y no hay peleas a puñetazo limpio ni tiroteos: los días gloriosos en que se podía tumbar a alguien cuando se acudía a solucionar una disputa doméstica o en los que se disparaba un tiro o dos en algún atraco a alguna gasolinera terminaron cuando dejaste la patrulla y fuiste al centro de la ciudad. Los policías encargados de los asesinatos siempre llegan allí después de que los cuerpos hayan caído, y cuando un inspector de homicidios sale de la oficina, tiene que esforzarse para no dejarse su pistola en el cajón superior derecho de su mesa. Y, desde luego, no hay momentos totalmente perfectos en los que un inspector, siendo un asombroso científico con sobrenaturales poderes de observación, se inclina para ver mejor un fragmento manchado de alformbra, sacad de él una fibra característica de pelo cobrizo caucasiano, reúne a sus sospechoso en un salón exquisitamente amueblado para inmediatamente decirles que el caso está resuelto. Lo cierto es que quedan muy pocos salones exquisitamente amueblados en Baltimore, e incluso, si quedasen más, los mejores inspectores de homicidios admitirán que en noventa de cada cien casos lo que salva la investigación es la abrumadora predisposición de asesino a la incompetencia o, cuando menos, al error garrafal.
La mayor parte de las veces el asesino deja testigos vivos o incluso se jacta ante terceros del crimen que ha cometido. En un número sorprendente de casos se puede manipular al asesino -especialmente si no está familiarizado con el sistema de justicia penal- para que confiese en las salas de interrogatorio. Mucho menos habitual es que una huella latente tomada de un vaso o de la empuñadura de un cuchillo encaje con alguna registrada en la base de datos del Printrak, pero la mayoría de los inspectores pueden contar con los dedos de una mano los casos que han sido resueltos por el laboratorio. Un buen policía va a la escena del crimen, reúne todas las pruebas que puede, habla con la gente con la que tiene que hablar y, con un poco de suerte, descubre los errores más evidentes que ha cometido el asesino. Y para hacer sólo eso y hacerlo bien, hace falta mucho talento e instinto."
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David Simon, durante su época como redactor en el Baltimore Sun, obtuvo permiso para acompañar durante un año a los inspectores del departamento de homicidios de Baltimore, experiencia que cristalizó en el libro Homicidio. Me resultó llamativo estos párrafos en que compara la verdadera labor policial con la que se ve a veces en la ficción, ya que precisamente David Simon acabaría siendo creador y guionista de varias series de televisión, entre ellas The Wire (considerada por muchos como la mejor serie de la historia de la televisión), cuyos estupendos guiones deben mucho al conocimiento de Simon de la policía y, en general, la sociedad de Baltimore.