sábado, 7 de octubre de 2017

El rey, el heredero, el guapo y la infanta II: La aventura


En la entrada anterior os contaba como, en una Europa dividida por los conflictos religiosos, el príncipe Carlos de Inglaterra se lanzó a una aventura en pos de una generosa dote que sacara a su padre de sus apuros económicos el amor.

El viaje


En febrero de 1623 el príncipe Carlos y George Villiers, duque de Buckingham, abordan al rey Jacobo I con su plan: viajarán de incógnito a España para pedir la mano de la infanta María Ana, hija de Felipe IV. El rey, fiel a su carácter errático, les dice que sí para desdecirse al día siguiente. Intenta explicarles que su idea es una locura, que sólo conseguirán poner en peligro sus vidas y convertirse en rehenes en una negociación con España. En vano; Carlos tiene 22 años y todavía cree que una gesta heroica puede hacer más que doce años de negociaciones.
Incluso el Doctor Who lleva
usando el nombre de John Smith
casi desde el inicio de la serie.
El 18 de ese mes el heredero y el guapo emprenden viaje hacia Madrid. Confiaban en sus disfraces: llevaban barbas postizas. Además habían elegido unos nombres que seguro que no llamarían la atención: Tom y John Smith. Como curiosidad John Smith es uno de los nombres que se usa habitualmente en Inglaterra para referirse a alguien cualquiera: "Entonces ese tipo, digamos que se llamaba John Smith..." ¿Os hacéis una idea, no?
Total, que allí iban este par de valientes, con sus barbas postizas y sus nombres a prueba de curiosos, dispuestos a comerse el mundo. Lástima que a estos maestros del disfraz les faltara algo de experiencia fuera de la corte. Por ejemplo, saber que cuando se paga a un barquero con una moneda de oro lo normal es esperar el cambio. El barquero hizo sus cábalas, ¿a dónde irían estos tipos de tan buenas maneras, nombres tan sospechosos y que se desprenden del dinero como si no hubiera un mañana? Así que fue raudo a avisar a las autoridades de que acaba de cruzar a un par de duelistas. Se organizó una partida en su búsqueda que no fue capaz de encontrarlos. Quizás no esperaban que siendo duelistas se molestaran en ir muy lejos. Al menos uno de ellos.
Peor suerte tuvieron al pasar junto a Canterbury. Esta vez sus avezados disfraces y su saber estar hizo que los confundieran, no con duelistas, sino con asesinos. Metidos en semejante embrollo, al duque de Bukingham no le quedó más remedio que quitarse la barba delante del alcalde e improvisar que iba de incógnito a Dover para una inspección sorpresa de la flota.
En Dover les esperaba un barco para cruzar el canal. Luego París y, tras una agotadora cabalgada de dos semanas, Madrid.
Allí se plantaron en la puerta del embajador inglés que, suponemos que tras asegurarse de que no era una broma, se apresuró a recibir tan ilustres invitados. La noticia no tardó en llegar al conde de Gondomar, antiguo embajador español en la corte inglesa, que había regresado el año anterior a España. Gondomar se apresuró a presentarse ante el Conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV. Al ver la gran sonrisa que traía el antiguo embajador, Olivares le dijo: "Cualquiera diría que tienes aquí al rey de Inglaterra". A lo que Gondomar respondió: "Ya que no al rey, al menos tengo al príncipe".
La cosa no pintaba muy bien para los viajeros.


En Madrid


Gondomar y Olivares corrieron con la noticia a Felipe IV. Es posible que el rey les preguntara "¿Pero este a qué ha venido?" y entonces se miraran los tres sin saber qué decir. Porque, a ver, España e Inglaterra quizás no fueran los mejores amigos, pero en ese momento las relaciones eran fluidas, al fin y al cabo llevaban doce años discutiendo una boda para unir a ambas casas reales. Entonces, ¿por qué venir en secreto, sin avisar ni siquiera al embajador inglés? A los españoles sólo se les ocurrió una explicación: el príncipe había huido para convertirse al catolicismo.
La idea era sin duda atractiva, tanto a nivel religioso como político. La conversión y posterior boda supondría una alianza entre casas reales que trajera a la herética Inglaterra de vuelta al redil y serviría de contrapeso a protestantes y franceses.
Carlos, al que le reservaron unos aposentos en el palacio real, estaba tan deseoso de agradar a sus anfitriones que no quiso desmentir del todo la idea. Ni afirmarla. Digno hijo de su padre, intentaba agradar a todos sin comprometerse, y si un día parecía que estaba por la labor de convertirse, al siguiente se mostraba muy contento con su fe actual.
Y mientras pasaba el tiempo.
Hasta abril no consigue Carlos ver a su pretendida, de la que escribió que era más hermosa de lo que había creído. Llevado por el fervor (y quizás ya harto de no llegar a nada), se saltó el protocolo para decirle lo que sentía por ella. Para descubrir en seguida que en la corte española el protocolo se tomaba bastante en serio. No creo que le hiciera la cobra porque dudo que llegaran a estar lo bastante cerca, pero parece ser que fue una situación bastante incómoda para todos, y que el mismo Carlos se dio cuenta de que había metido la pata.
Felipe IV con cara de "Me estás diciendo que
el príncipe inglés se ha echado atrás con lo de
convertirse OTRA VEZ". Retrato de Rubens.
Los españoles seguían insistiendo en la idea de la conversión, sin que Carlos se decidiera a desengañarlos del todo. Le propusieron que al menos podría recibir instrucción en los preceptos del catolicismo, quizás pensando en que hacerle ver las mentiras de su falsa fe era todo lo que necesitaba Carlos para terminar de decidirse.
La reunión tenía bastante nivel: cuatro frailes capuchinos frente a la futura cabeza de la iglesia de Inglaterra. La responsabilidad pesaba sobre los asistentes; nadie se decidía a dar el primer paso y el silencio pesaba sobre la sala. Al fin uno de los monjes se decidió a abrir la discusión: "¿Y bien? ¿Tiene su excelencia algo sobre lo que le gustaría debatir?". "Nada de nada. De hecho, no tengo ninguna duda", respondió el príncipe.
Tan pocas dudas tenía que llegó a solicitar que se permitiera acceso al palacio real a un sacerdote de la fe inglesa reformada para oír misa. Cuando escuchó la propuesta Olivares mandó llamar al embajador inglés para decirle que ni mijita, que si hacía falta le impedirían la entrada por la fuerza.
Prueba de que los españoles se estaban tomando el asunto muy en serio (o quizás de que pretendían marear la perdiz todo lo posible), se optó por formar una junta de teólogos que, a finales de mayo, dio su parecer sobre el tema. La conclusión fue que debía permitirse el matrimonio, pero que tras su consumación Ana María se quedaría en España y empezaría un periodo de prueba de un año en el que el rey de Inglaterra debía mostrar su buena condición mejorando las condiciones de vida de sus súbditos católicos. Claro, que si Carlos quería podía quedarse ese año en España disfrutando de las mieles del matrimonio. Al príncipe se le debió ver en la cara lo que pensaba de la medida porque decidieron ceder un poco, rebajando el periodo de prueba a seis meses.

Jacobo I un par de años antes de la aventura
española de su hijo. Ya empezaba a tener cara
de por qué me tiene que pasar esto a mí.
Fragmento de un retrato de Daniël Mijitens.
Mientras en España tenían lugar discusiones de tamaña altura, ¿qué ocurría en Inglaterra? ¿Qué repercusión había tenido la desaparición del príncipe?
Lo mejor que se podía sobre el rey Jacobo era que bien, lo que se dice bien, no lo estaba llevando. De la noche a la mañana se había visto con su hijo y su amante favorito atrapados en un país extranjero. En su desesperación había llegado a echarse a llorar ante un miembro de la corte confesando su temor de no volver a a ver al príncipe. El pobre Jacobo sufría y se desesperaba, se desesperaba y sufría, hasta el punto de hacer jurar a los miembros de su consejo privado que aceptarían todas las condiciones de los españoles, aunque esto supusiera poner en su contra al Parlamento y a gran parte del pueblo inglés.


Desde luego si la postura española era hacer firmar al príncipe lo que fuera por puro agotamiento mental no debían estar muy lejos de lograrlo. El 7 de julio el príncipe escribe al Felipe IV diciendo que vale, que acepto, que me da igual todo y que estoy muy loco.
A los pocos días se desdecía.
Carlos llevaba ya cinco meses en España y a los continuas continuas presiones de los españoles había que añadir las quejas de Buckhingham, a quien los españoles ninguneaban. Seguramente porque no lo habían visto bailar. O la mejor porque sí lo habían hecho.
Finalmente el 27 de julio de 1623 Carlos y Felipe IV firman el contrato nupcial, que el rey Jacobo I celebra enviando a su hijo joyas de gran valor para que le regale a su futura esposa. Cuando el príncipe le pide que le envíe también unos caballos, a Jacobo no le queda más remedio que reconocerle que ya le gustaría, ya, pero que sus cofres tienen más telarañas que el decorado de los Monsters.
El 28 de agosto Carlos hace un juramento por el que se compromete a la boda. No sé si esto de hacer un juramento después de haber firmado el contrato sería algo normal o es que los españoles se habían percatado de que Carlos era una experto en decir digo cuando quería decir Diego. Si era lo segundo, acertaban: tres semanas después de su solemne juramento, acompañado de Buckingham, Carlos, compuesto y sin novia, tomaba un barco en Santander para no volver jamás.Tiempo tendría durante el viaje para pensar en el error que había cometido abandonado impulsivamente su país y plantearse en recibimiento que tendría tanto por parte de su padre como del pueblo de Inglaterra.


Pero esto, junto con las consecuencias de la aventura española del futuro rey y el destino de la infanta Ana María os lo contaré en la entrada que dará cierre a esta serie.

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